«Cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de
las plazas, bien plantados, para que los vea la gente. Os aseguro que con eso
ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento
y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y
tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará»
Mateo 6:5-6.
La oración
auténtica es una expresión del alma, un impulso que proviene del alma. Es el
anhelo por Dios que surge en el interior del ser humano y que se le expresa al
Señor de manera ardiente y silenciosa. Las palabras pronunciadas en voz alta
son maravillosas siempre que la atención se enfoque en Dios y que tales
palabras sean un llamado a Dios procedente del intenso deseo que el alma siente
por El. Pero si una invocación se convierte meramente en parte de una ceremonia
religiosa y se lleva a cabo de modo mecánico —es decir, concentrándose más en
la forma de la religión que en su espíritu—, pierde su sentido. Quien ora en
voz alta tiende a caer en la hipocresía si su atención se enfoca en el efecto
de la pulida entonación de su voz sobre sus nervios auditivos —si las palabras
se pronuncian para causar un cierto efecto y atraer e impresionar a los demás—.
Ésta es la tendencia de muchas personas que, en otros sentidos, son
sinceramente espirituales: hacen una exhibición de su amor por Dios en vez de
esforzarse por conmover sólo el corazón del Señor. A no ser que simultáneamente
se acreciente la intensidad del fervor y del amor por Dios, la práctica de orar
en voz alta con el objeto de ser escuchados puede llegar; corromper la
espiritualidad de quien pronuncia las plegarias. Por maravillosa que sea la
realización espiritual en el recogimiento interior, al exteriorizarse pierde
parte de su intensidad.
Hay
momentos en que no puedo orar en forma audible, ni siquiera en susurro, porque
cuando nos invade un profundo sentimiento de amor por Dios no es posible
pronunciar palabra alguna. Ese amor se halla oculto en el interior de nuestro
ser; es una comunión interior que silenciosamente rinde tributo al Espíritu.
Como un fuego sagrado, ese amor hace arder la oscuridad que rodea el alma, y en
esa luz se contempla el poder del Espíritu.
Jesús
reprende a aquellos cuya oración no es una sincera ofrenda de su corazón a
Dios, sino un despliegue público de devoción que tiene por objeto crear una
reputación de santidad. Los hipócritas que hacen gala de su espiritualidad con
el propósito de obtener prestigio temporal son necios, porque pierden su
derecho a la eterna y supremamente redentora bienaventuranza de Dios, que es
la recompensa que obtienen los corazones sinceros en su romance íntimo con la
Divinidad.
En la
mayoría de los lugares de adoración se practica la oración en voz alta. Esta
proporciona cierta inspiración y devoción, pero en tanto mantenga la atención
de los fieles enfocada en el exterior resulta ineficaz para alcanzar la
verdadera comunión con Dios. La oración pública, la oración de los fieles de
una congregación, debe complementarse con las oraciones profundas y secretas,
colmadas del amor del alma, que se ofrecen en la quietud del recogimiento.
Un salón
despierta la idea de reunirse con otras personas; la biblioteca inspira el
deseo de leer; y el dormitorio invita al sueño. Con el mismo criterio, todos
deberían disponer de una habitación o rincón separado por un biombo o una
cortina, o un vestidor ventilado, a fin de utilizarlo exclusivamente para la
meditación silenciosa. Los hogares tradicionales de la India cuentan siempre
con altar de este tipo para el culto cotidiano. Tener un altar en el hogar es muy
efectivo para fomentar la espiritualidad, ya que, a diferencia de los lugares
públicos de adoración, se convierte en un espacio personalizado y, además, se
encuentra accesible para acoger las expresiones devocionales espontáneas que
puedan surgir a lo largo del día. En la India, a los niños no se les obliga a
frecuentar el altar, sino que se les inspira a hacerlo mediante el ejemplo de
sus padres. En estos templos hogareños, las familias aprenden a hallar la paz
del alma oculta tras el velo del silencio. Allí practican la introspección y se
recargan con el poder interior del alma a través de las plegarias y la
meditación; en comunión divina, se sintonizan con la sabiduría discernidora por
medio de la cual podrán gobernar sus vidas de acuerdo con los dictados de la
conciencia y del juicio correcto. Las oraciones íntimas y profundas hacen
aflorar en ellos el entendimiento de que la paz y el servicio a los ideales
divinos son la meta de la vida y que sin ellos ninguna adquisición material
puede asegurar la felicidad.
Es preciso
que la religión moderna redescubra y enfatice la búsqueda individual de Dios,
el método de cultivar el amor divino en recogimiento. A fin de llevar a cabo
esta práctica es importante conocer las técnicas científicas espirituales para
comulgar en verdad con el Señor en el silencio interior del recogimiento
mental. Por lo general, incluso aquellos que se recluyen físicamente con el
objeto de practicar la oración y la devoción están tan acosados por sus
pensamientos inquietos que no consiguen entrar en el santuario de la comunión
concentrada que se encuentra en sus almas, donde es posible practicar la
verdadera adoración.
La mente
del hombre común se mantiene incontrolablemente activa con los mensajes
provenientes de los cinco sentidos —vista, oído, olfato, gusto y tacto— y con
los que él envía como respuesta hacia los nervios motores. La verdadera
concentración, ya sea en la oración o en Dios o en cualquier otra cosa,
resultará imposible en tanto la mente se halle distraída por la actividad
exterior. La mayoría de las personas experimentan la cesación del tumulto
sensorial sólo cuando se encuentran en el estado de sueño, en que la mente aquieta
automáticamente el flujo de la energía vital que activa los nervios
sensoriales y los motores. La ciencia de la meditación yóguica enseña técnicas
mediante las cuales se puede controlar la energía vital en forma consciente,
lo cual permite desconectar la mente a voluntad de la invasión de los sentidos.
Esta práctica no produce un estado de olvido inconsciente, sino que de manera
gozosa transfiere la identificación que el devoto posee con la falsa realidad
del cuerpo y del mundo sensorial hacia la verdad de su propio ser: el alma
celestial, hecha a imagen de Dios. En ese silencio del recogimiento interior en
que la divina filiación del alma ya no se derrocha en la conciencia externa
—pródiga en distracciones—, la oración verdadera y la divina comunión con el
Padre Celestial no sólo son posibles, sino dinámicamente efectivas.
Dios
escucha todas las oraciones, pero sus hijos no siempre oyen su respuesta. En
las diversas épocas, los que lograron comulgar con Dios fueron aquellos que
pudieron entrar en el silencio interior. Por eso Jesús enseñó: «Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra
en tu aposento (recoge tu mente en el silencio interior) y, después de cerrar
la puerta (la puerta de los sentidos), ora a tu Padre, que está allí, en lo
secreto (en la trascendente conciencia divina interior); y tu Padre, que ve en
lo secreto, te recompensará (te bendecirá con el siempre renovado Gozo de su
Ser)».
Las
sensaciones que brotan a raudales a través de los nervios sensoriales
mantienen la mente saturada con miríadas de bulliciosos pensamientos, y por
eso toda la atención se orienta hacia los sentidos. Sin embargo, la voz de Dios
es el silencio. Únicamente cuando cesan los pensamientos inquietos se puede oír
la voz de Dios que se comunica a través del silencio de la intuición. Es así
como Dios se expresa. Cuando el devoto permanece en silencio, cesa el silencio
de Dios. Para aquellos devotos cuya conciencia se encuentra unida interiormente
al Señor, resulta innecesaria una respuesta audible de El, ya que los pensamientos
intuitivos y las visiones verdaderas constituyen su voz. Estos pensamientos y
visiones no son el resultado de la estimulación de los sentidos, sino el fruto
de combinar el silencio del devoto y la silente voz de Dios.
Dios ha
estado todo el tiempo junto a sus hijos en la tierra, hablándoles; pero su
silenciosa voz ha sido ahogada por el estruendo de los pensamientos de los
hombres: «Siempre me has amado, pero no oí Tu voz». El siempre ha estado cerca;
es la conciencia del hombre la que ha permanecido errante y lejos de El.
A pesar de
la indiferencia del ser humano y de su búsqueda de la gratificación de los
sentidos, Dios todavía sigue ofreciéndonos su amor y siempre lo hará. Para
comprobarlo, uno debe retirar sus pensamientos de las sensaciones y permanecer
en silencioso recogimiento. Acallar los pensamientos significa ponerlos en
sintonía con Dios. Es entonces cuando comienza la verdadera oración.
Cuando el
devoto se encuentre en sintonía con Dios, oirá la voz divina que le dice: «Te he amado a través del tiempo, te amo
ahora y te amaré hasta que regreses a tu Hogar. Bien sea que lo sepas o no, por
siempre te amaré».
Él nos
habla silenciosamente pidiéndonos que regresemos al Hogar.
«Ahora bien, cuando oréis, no charléis mucho
[no uséis vanas repeticiones], como los mundanos*, que se figuran que por su
palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre
sabe lo que necesitáis antes de pedírselo»
Mateo 6:7-8.
*Mundanos, es una
referencia a las personas que se encuentran absortas en el cuerpo y cuya
conciencia está enfocada en el exterior, en comunión con los "dioses" de
las distracciones sensoriales, en vez de hallarse en devota adoración a Dios
“en espíritu y verdad”.
Una humilde interpretación de
Paramahansa Yogananda
¡Padre Celestial, Madre, Amigo, Bienamado
Dios!, que la pronunciación incesante y silenciosa de tu sagrado Nombre nos
transforme a tu semejanza.
Inspíranos para que nuestro amor a las cosas materiales
se convierta en adoración a Ti. Que a través de nuestros corazones purificados
venga a la tierra tu reino de perfección y todos los pueblos sean liberados del
sufrimiento. Permite que la libertad interior del alma se manifieste también en
el exterior.
Que nuestra voluntad se fortalezca en el
triunfo sobre los deseos mundanos y se ponga definitivamente en armonía con tu
perfecta voluntad.
Danos el pan nuestro de cada día: alimento,
salud y prosperidad para el cuerpo, eficiencia para la mente y, sobre todo, tu
amor y sabiduría para el alma.
Es tu ley que «con la medida con que midáis se
os medirá»; ayúdanos pues a perdonar a quienes nos ofenden, teniendo siempre
presente lo mucho que necesitamos tu inmerecida misericordia.
No nos abandones en el abismo de las
tentaciones en que hemos caído por el mal uso que hacemos del don de la razón
que nos concediste. Y cuando sea tu voluntad ponernos a prueba, ¡oh Espíritu!,
permite que nos demos cuenta de que Tú eres mucho más fascinante que cualquier
tentación del mundo.
Ayúdanos a librarnos de las tenebrosas
ligaduras del único mal: no conocerte.
Porque Tuyo es el reino, y el poder, y la
gloria, por los siglos de los siglos. Om, Amén.
El
Padrenuestro es el himno cumbre del cristianismo, que se recita a menudo en la
liturgia, pero pocas veces se vive como una experiencia personal. En sus
sencillas palabras, cada una de las frases que Jesús ofrece en esta profunda
plegaria resuena en perfecta armonía con el idealismo cósmico de las antiguas
escrituras sagradas de la India, cuya esencia está compendiada magníficamente
en el Bhagavad Guita.
¿Qué es
Dios, al menos en lo que a Jesús concierne? Él
no rendía culto a un Dios antropomórfico, concebido como un ser limitado a una
forma personal. Jesús no tenía en mente a un personaje supremo sentado en su
trono en un lugar apartado de alguna región desconocida y por encima del
cosmos. Su espíritu universal no se sentía atraído hacia esa noción
personalizada de Dios; ese concepto no aparecía en sus palabras ni en sus sermones,
ni estaba implícito en sus pensamientos. Su sabiduría divina abarcaba el
conocimiento de que la Realidad Absoluta de Dios es Espíritu. La elevada
filosofía de Jesús es la razón por la cual se le consideró, hasta cierto punto,
como un revolucionario espiritual que se enfrentó a muchos de los conceptos
ortodoxos de los hebreos —su propio pueblo—. Para él, Dios no podía estar limitado
por ninguno de los parámetros de la creación —tiempo, espacio, causalidad,
forma o personalidad— ni ser codificado en los credos elaborados por el hombre,
dado que Dios todo lo trasciende.
La
expresión con la que comienza el Padrenuestro, «Padre nuestro que estás en
los cielos», es, por lo tanto, una referencia al Creador en la infinitud
trascendental, el cual es, asimismo, esa Eterna Conciencia Trascendente. El
Hacedor de todo lo manifestado hace emanar de su Ser Único las infinitamente
variadas creaciones causales, astrales y físicas, pero jamás es afectado por
ellas. En esta invocación inicial a Dios, Jesús eleva al instante nuestra
conciencia al conocimiento —la visión, el entendimiento, la percepción— de que
existe un Dios trascendente. Si estuviese hablando en el lenguaje actual, tal
vez habría dicho: «Dios nuestro trascendente» en vez de «Padre nuestro que
estás en los cielos».
Los rishis
de la India invocaron a Dios como la Verdad, el Bien y la Belleza. La
conciencia divina es la Verdad, la realidad absoluta y la sustancia de todas
las cosas. La existencia de Dios en el aspecto de la manifestación y de la vida
es el Bien; la bienaventuranza o amor de Dios es la Belleza. Dios es
Conciencia, Existencia, Bienaventuranza; la Verdad, el Bien y la Belleza; Dios
es Inteligencia, el Divino Creador de Universos; Dios es la Vida, el misterio
de la multiplicidad en la Unidad; Dios es Amor, Belleza, Bienaventuranza.
1.
Conciencia: Omnisciencia que se halla presente
por doquier.
2. Existencia:
Voluntad cósmica que se expresa como la objetivación de la vida y de toda
manifestación.
3. Bienaventuranza
(amor divino): El amor que ha alcanzado la perfección es bienaventuranza.
Bienaventuranza, amor y belleza son términos equivalentes y que se
complementan entre sí. La belleza es la manifestación armoniosa del amor, y la
perfección del amor es la bienaventuranza.
La segunda venida de Cristo - Paramahansa Yogananda