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Responsable: Dr. Alfons Endres. Email: alfonsendres10@gmail.com y alfons_endres@hotmail.com Teléfono: (+58)04128620515 Todos los temas aquí expuestos son de mi autoría, a menos que se especifique lo contrario.

domingo, 20 de diciembre de 2015

LA ORACIÓN


 
«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, bien plan­tados, para que los vea la gente. Os aseguro que con eso ya re­ciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompen­sará»
Mateo 6:5-6.

La oración auténtica es una expresión del alma, un impulso que proviene del alma. Es el anhelo por Dios que surge en el inte­rior del ser humano y que se le expresa al Señor de manera ardiente y silenciosa. Las palabras pronunciadas en voz alta son maravillosas siempre que la atención se enfoque en Dios y que tales palabras sean un llamado a Dios procedente del intenso deseo que el alma siente por El. Pero si una invocación se convierte meramente en parte de una ceremonia religiosa y se lleva a cabo de modo mecánico —es de­cir, concentrándose más en la forma de la religión que en su espíritu—, pierde su sentido. Quien ora en voz alta tiende a caer en la hipocresía si su atención se enfoca en el efecto de la pulida entonación de su voz sobre sus ner­vios auditivos —si las palabras se pronuncian para causar un cierto efecto y atraer e impresionar a los demás—. Ésta es la tendencia de muchas personas que, en otros sentidos, son sinceramente espirituales: hacen una exhibición de su amor por Dios en vez de esforzarse por conmover sólo el corazón del Señor. A no ser que simultáneamente se acreciente la intensidad del fervor y del amor por Dios, la práctica de orar en voz alta con el objeto de ser escuchados puede llegar; corromper la espiritualidad de quien pronuncia las plegarias. Por ma­ravillosa que sea la realización espiritual en el recogimiento interior, al exteriorizarse pierde parte de su intensidad.
Hay momentos en que no puedo orar en forma audible, ni si­quiera en susurro, porque cuando nos invade un profundo sentimiento de amor por Dios no es posible pronunciar palabra alguna. Ese amor se halla oculto en el interior de nuestro ser; es una comunión interior que silenciosamente rinde tributo al Espíritu. Como un fuego sagrado, ese amor hace arder la oscuridad que rodea el alma, y en esa luz se contempla el poder del Espíritu.
Jesús reprende a aquellos cuya oración no es una sincera ofrenda de su corazón a Dios, sino un despliegue público de devoción que tiene por objeto crear una reputación de santidad. Los hipócritas que hacen gala de su espiritualidad con el propósito de obtener prestigio temporal son necios, porque pierden su derecho a la eterna y supremamente reden­tora bienaventuranza de Dios, que es la recompensa que obtienen los corazones sinceros en su romance íntimo con la Divinidad.
En la mayoría de los lugares de adoración se practica la oración en voz alta. Esta proporciona cierta inspiración y devoción, pero en tanto mantenga la atención de los fieles enfocada en el exterior resulta ineficaz para alcanzar la verdadera comunión con Dios. La oración pública, la oración de los fieles de una congregación, debe comple­mentarse con las oraciones profundas y secretas, colmadas del amor del alma, que se ofrecen en la quietud del recogimiento.
Un salón despierta la idea de reunirse con otras personas; la bi­blioteca inspira el deseo de leer; y el dormitorio invita al sueño. Con el mismo criterio, todos deberían disponer de una habitación o rincón separado por un biombo o una cortina, o un vestidor ventilado, a fin de utilizarlo exclusivamente para la meditación silenciosa. Los hogares tradicionales de la India cuentan siempre con altar de este tipo para el culto cotidiano. Tener un altar en el hogar es muy efectivo para fomentar la espiritualidad, ya que, a diferencia de los lugares públicos de adoración, se convierte en un espacio personalizado y, además, se encuentra accesible para acoger las expresiones devocionales espontáneas que puedan surgir a lo largo del día. En la India, a los niños no se les obliga a frecuentar el altar, sino que se les inspira a hacerlo mediante el ejemplo de sus padres. En estos templos hogareños, las familias aprenden a hallar la paz del alma oculta tras el velo del silencio. Allí practican la introspección y se recargan con el poder interior del alma a través de las plegarias y la meditación; en comunión divina, se sintonizan con la sabiduría discernidora por medio de la cual podrán gobernar sus vidas de acuerdo con los dictados de la conciencia y del juicio correcto. Las oraciones íntimas y profundas hacen aflorar en ellos el entendimiento de que la paz y el servicio a los ideales divinos son la meta de la vida y que sin ellos ninguna adquisi­ción material puede asegurar la felicidad.
Es preciso que la religión moderna redescubra y enfatice la búsqueda individual de Dios, el método de cultivar el amor divino en recogimiento. A fin de llevar a cabo esta práctica es importante conocer las técnicas científicas espirituales para comulgar en verdad con el Señor en el silencio interior del recogimiento mental. Por lo general, incluso aquellos que se recluyen físicamente con el objeto de practicar la oración y la devoción están tan acosados por sus pensamientos inquietos que no consiguen en­trar en el santuario de la comunión concentrada que se encuentra en sus almas, donde es posible practicar la verdadera adoración.
La mente del hombre común se mantiene incontrolablemente activa con los mensajes provenientes de los cinco sentidos —vista, oído, olfato, gusto y tacto— y con los que él envía como respuesta ha­cia los nervios motores. La verdadera concentración, ya sea en la ora­ción o en Dios o en cualquier otra cosa, resultará imposible en tanto la mente se halle distraída por la actividad exterior. La mayoría de las personas experimentan la cesación del tumulto sensorial sólo cuando se encuentran en el estado de sueño, en que la mente aquieta automá­ticamente el flujo de la energía vital que activa los nervios sensoriales y los motores. La ciencia de la meditación yóguica enseña técnicas mediante las cuales se puede controlar la energía vital en forma cons­ciente, lo cual permite desconectar la mente a voluntad de la invasión de los sentidos. Esta práctica no produce un estado de olvido incons­ciente, sino que de manera gozosa transfiere la identificación que el devoto posee con la falsa realidad del cuerpo y del mundo sensorial hacia la verdad de su propio ser: el alma celestial, hecha a imagen de Dios. En ese silencio del recogimiento interior en que la divina filia­ción del alma ya no se derrocha en la conciencia externa —pródiga en distracciones—, la oración verdadera y la divina comunión con el Padre Celestial no sólo son posibles, sino dinámicamente efectivas.
Dios escucha todas las oraciones, pero sus hijos no siempre oyen su respuesta. En las diversas épocas, los que lograron comulgar con Dios fueron aquellos que pudieron entrar en el silencio interior. Por eso Jesús enseñó: «Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento (recoge tu mente en el silencio interior) y, después de cerrar la puerta (la puerta de los sentidos), ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto (en la trascendente conciencia divina interior); y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (te bendecirá con el siempre renovado Gozo de su Ser)».
Las sensaciones que brotan a raudales a través de los nervios sen­soriales mantienen la mente saturada con miríadas de bulliciosos pen­samientos, y por eso toda la atención se orienta hacia los sentidos. Sin embargo, la voz de Dios es el silencio. Únicamente cuando cesan los pensamientos inquietos se puede oír la voz de Dios que se comunica a través del silencio de la intuición. Es así como Dios se expresa. Cuando el devoto permanece en silencio, cesa el silencio de Dios. Para aquellos devotos cuya conciencia se encuentra unida interiormente al Señor, re­sulta innecesaria una respuesta audible de El, ya que los pensamientos intuitivos y las visiones verdaderas constituyen su voz. Estos pensamien­tos y visiones no son el resultado de la estimulación de los sentidos, sino el fruto de combinar el silencio del devoto y la silente voz de Dios.
Dios ha estado todo el tiempo junto a sus hijos en la tierra, ha­blándoles; pero su silenciosa voz ha sido ahogada por el estruendo de los pensamientos de los hombres: «Siempre me has amado, pero no oí Tu voz». El siempre ha estado cerca; es la conciencia del hombre la que ha permanecido errante y lejos de El.
A pesar de la indiferencia del ser humano y de su búsqueda de la gratificación de los sentidos, Dios todavía sigue ofreciéndonos su amor y siempre lo hará. Para comprobarlo, uno debe retirar sus pen­samientos de las sensaciones y permanecer en silencioso recogimiento. Acallar los pensamientos significa ponerlos en sintonía con Dios. Es entonces cuando comienza la verdadera oración.
Cuando el devoto se encuentre en sintonía con Dios, oirá la voz divina que le dice: «Te he amado a través del tiempo, te amo ahora y te amaré hasta que regreses a tu Hogar. Bien sea que lo sepas o no, por siempre te amaré».
Él nos habla silenciosamente pidiéndonos que regresemos al Hogar.
«Ahora bien, cuando oréis, no charléis mucho [no uséis vanas repeticiones], como los mundanos*, que se figuran que por su pala­brería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo»
Mateo 6:7-8.

*Mundanos, es una referencia a las personas que se encuentran absortas en el cuerpo y cuya conciencia está enfocada en el exterior, en comunión con los "dioses" de las distracciones sensoriales, en vez de hallarse en devota adoración a Dios “en espíritu y verdad”.
 
Una humilde interpretación de Paramahansa Yogananda

¡Padre Celestial, Madre, Amigo, Bienamado Dios!, que la pronunciación incesante y silenciosa de tu sagrado Nombre nos transforme a tu semejanza.
Inspíranos para que nuestro amor a las cosas ma­teriales se convierta en adoración a Ti. Que a través de nuestros corazones purificados venga a la tierra tu reino de perfección y todos los pueblos sean liberados del sufrimiento. Permite que la libertad interior del alma se manifieste también en el exterior.
Que nuestra voluntad se fortalezca en el triunfo sobre los deseos mundanos y se ponga definitiva­mente en armonía con tu perfecta voluntad.
Danos el pan nuestro de cada día: alimento, salud y prosperidad para el cuerpo, eficiencia para la mente y, sobre todo, tu amor y sabiduría para el alma.
Es tu ley que «con la medida con que midáis se os medirá»; ayúdanos pues a perdonar a quienes nos ofenden, teniendo siempre presente lo mucho que necesitamos tu inmerecida misericordia.
No nos abandones en el abismo de las tentaciones en que hemos caído por el mal uso que hacemos del don de la razón que nos concediste. Y cuando sea tu voluntad ponernos a prueba, ¡oh Espíritu!, permite que nos demos cuenta de que Tú eres mucho más fascinante que cualquier tentación del mundo.
Ayúdanos a librarnos de las tenebrosas ligaduras del único mal: no conocerte.
Porque Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por los siglos de los siglos. Om, Amén.


El Padrenuestro es el himno cumbre del cristianismo, que se recita a menudo en la liturgia, pero pocas veces se vive como una expe­riencia personal. En sus sencillas palabras, cada una de las frases que Jesús ofrece en esta profunda plegaria resuena en perfecta armonía con el idealismo cósmico de las antiguas escrituras sagradas de la India, cuya esencia está compendiada magníficamente en el Bhagavad Guita.
¿Qué es Dios, al menos en lo que a Jesús concierne? Él no rendía culto a un Dios antropomórfico, concebido como un ser limitado a una forma personal. Jesús no tenía en mente a un personaje supremo sentado en su trono en un lugar apartado de alguna región desconocida y por en­cima del cosmos. Su espíritu universal no se sentía atraído hacia esa noción personalizada de Dios; ese concepto no aparecía en sus palabras ni en sus ser­mones, ni estaba implícito en sus pensamientos. Su sabiduría divina abarcaba el conocimiento de que la Realidad Abso­luta de Dios es Espíritu. La elevada filosofía de Jesús es la razón por la cual se le consideró, hasta cierto punto, como un revolucionario espiritual que se enfrentó a muchos de los conceptos ortodoxos de los hebreos —su propio pueblo—. Para él, Dios no podía estar limi­tado por ninguno de los parámetros de la creación —tiempo, espacio, causalidad, forma o personalidad— ni ser codificado en los credos elaborados por el hombre, dado que Dios todo lo trasciende.
La expresión con la que comienza el Padrenuestro, «Padre nues­tro que estás en los cielos», es, por lo tanto, una referencia al Creador en la infinitud trascendental, el cual es, asimismo, esa Eterna Concien­cia Trascendente. El Hacedor de todo lo manifestado hace emanar de su Ser Único las infinitamente variadas creaciones causales, astrales y físicas, pero jamás es afectado por ellas. En esta invocación inicial a Dios, Jesús eleva al instante nuestra conciencia al conocimiento —la visión, el entendimiento, la percepción— de que existe un Dios tras­cendente. Si estuviese hablando en el lenguaje actual, tal vez habría dicho: «Dios nuestro trascendente» en vez de «Padre nuestro que estás en los cielos».
Los rishis de la India invocaron a Dios como la Verdad, el Bien y la Belleza. La conciencia divina es la Verdad, la realidad absoluta y la sustancia de todas las cosas. La existencia de Dios en el aspecto de la manifestación y de la vida es el Bien; la bienaventu­ranza o amor de Dios es la Belleza. Dios es Conciencia, Existencia, Bienaventuranza; la Verdad, el Bien y la Belleza; Dios es Inteligencia, el Divino Creador de Universos; Dios es la Vida, el misterio de la multiplicidad en la Unidad; Dios es Amor, Belleza, Bienaventuranza.

1.        Conciencia: Omnisciencia que se halla presente por doquier.
2.       Existencia: Voluntad cósmica que se expresa como la objetiva­ción de la vida y de toda manifestación.
3.       Bienaventuranza (amor divino): El amor que ha alcanzado la perfección es bienaventuranza. Bienaventuranza, amor y be­lleza son términos equivalentes y que se complementan entre sí. La belleza es la manifestación armoniosa del amor, y la per­fección del amor es la bienaventuranza.

La segunda venida de Cristo - Paramahansa Yogananda